Martín Caparrós, el cronista inagotable
Esta entrevista forma parte del libro digital 'Cronista, maestro, contador de historias: Martín Caparrós en la Fundación Gabo', que recopila enseñanzas del escritor argentino durante 22 años como maestro de la Fundación Gabo. Descárgalo accediendo al enlace al homenaje a Martín Caparrós al final del artículo.

Comenzó, como un antiguo herrero, por el escalafón más bajo del oficio: comenzó cronista. Después siguió siéndolo, mientras la palabra “cronista” dejaba de ser lo que era hace medio siglo, al menos en la Argentina. Era el novato que recién ingresaba, le llevaba Coca-Cola y le derramaba el café a los de mayor rango y salía a corroborar una información que no tenía derecho a escribir: para eso estaban los redactores. Cronista era “el escalón más bajo de la escala zoológica”, dice en un libro que tituló con un giro muy personal: Lacrónica.
Lector de Quevedo y contador de sílabas al escribir, Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) suele hacer esas cosas con las palabras. No solo juntarlas, sino que las palabras hagan lo que de otra forma no harían: que suenen o caigan distinto.
A veces sorprende
encabalgando las oraciones
así
como en un poema.
El símil del herrero lo trae él mismo al referirse a su aprendizaje en la sala de redacción de Noticias, cuando parecía que se dedicaría a la fotografía o la historia y no existían ni las escuelas de periodismo, ni los talleres, ni el prestigio de la llamada no ficción: las cosas se aprendían en caliente, como el susodicho artesano con su metal. “Era el estilo de formación del aprendiz medieval, que cuando quería ser herrero, primero lo hacían llevar los cubos con agua, después le dejaban meter algún trocito de metal para enfriarlo, después le dejaban pegarle un poquito al metal y así sucesivamente”, dice desde su casa en Madrid, vía Zoom. Más tarde agrega, el bigote siempre peinado en punta, la camiseta negra: “Uno iba y aprendía el oficio ejerciéndolo, digamos. Lo que importaba era tener cierta idea del mundo y cierta voracidad por entenderlo”.
Autor de más de treinta libros (novela, ensayo, crónica y otras piezas menos clasificables: en junio publicó una ficción interactiva con Revista Anfibia y el próximo libro será una suerte de biografía escrita en verso), Caparrós ha hecho también periodismo gráfico, radial y televisivo; traducido a Shakespeare y Quevedo; recibido premios como el Ortega y Gasset de Periodismo por su trayectoria y escrito poemas para la madre o para San Martín (en la escuela). Como maestro, ha impartido durante diez años el Taller de libros periodísticos con la Fundación Gabo, que cada edición ha reunido a ocho periodistas de Iberoamérica en Oaxaca, Buenos Aires o Madrid.
Pero antes de elevar a su propia categoría la palabra crónica (y de rebelarse en su contra en arduas reflexiones), viajó por el mundo, ya no para estudiar historia o huir de un golpe de Estado, sino para escribir “retratos del tiempo” de la Unión Soviética, Haití, Bolivia, Estados Unidos, Perú, Brasil, China. También Belgrado, para relatar una guerra moderna; o Sri Lanka, para hablar de la prostitución infantil; o Colombia, para escribir sobre las guerrillas en San Vicente del Caguán. Y tantos otros y tantos caminos –y chácharas y pamplinas– hasta articular relatos más globales: el hambre del mundo narrada en El Hambre; el extraño continente que nombró en Ñamérica; la enfermedad y la propia vida en la reciente Antes que nada. Su proyecto podría explicarse con las palabras que le dedicó a la muerte de su maestro Tomás Eloy Martínez: “Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran”. Caparrós lo ha hecho de manera profusa, hiperconsciente y animal, así como otros periodistas de su misma escala zoológica, como su compatriota Leila Guerriero o el mexicano Juan Villoro, por mencionar algunos que también han bebido de Walsh, Martínez o García Márquez y han amplificado el lugar del periodista que piensa y escribe desde América Latina.
Como hecho premonitorio, Caparrós nació en 1957, el mismo año de la publicación de Operación Masacre, la obra maestra de Rodolfo Walsh, considerada la primera ‘novela de no ficción’ (un título más bien gringo que podría ostentar junto con el Relato de un náufrago, de García Márquez, publicado por entregas apenas dos años antes). Tal vez por eso —y por argentino—, solo ha pertenecido a dos instituciones: el Club Atlético Boca Juniors, del que es biógrafo, y la Fundación Gabo, a la que sigue llamando Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, su nombre de nacimiento, hace 30 años.
—Tu padre decía que el periodista era alguien que sabía un poquito de todo y nada realmente. Esa ha sido un poco la idea general…
—Esa siempre fue la idea. Bueno, según desde dónde se le mire. Mi padre era un profesor en la universidad, un tipo muy intelectual, serio, de esa época. Supongo que, para él y para muchos otros, el periodista era alguien que no tenía una formación realmente seria, ni un trabajo realmente serio, por una cosa que es de las que más me gusta en el periodismo: que vas saltando de aquí para allá, y un día nada te parece mas importante que los mecanismos de transmisión del dinero negro en Panamá y otro día nada te parece más importante que la vida de un pastor en Mongolia. Yo no tengo paciencia para pasarme la vida pensando siempre en lo mismo. En ese sentido, el periodismo me viene muy bien, porque puedo ir cambiando de temas y de cuestiones y de espacios y de punto de vista.
—Una de tus definiciones más bellas de la crónica la escribiste en la introducción de Larga distancia: “Y el placer, para mí, de hacer de la mirada pretendidamente neutra del reportero un ojo caprichoso. Esconderse en un cruce: deslizarse más acá del periodismo, más allá de la literatura, para ocupar un lugar sin espacio: escribir crónicas. Retratos del tiempo”. ¿Todavía podemos definirla así?
Por lo menos podemos tender a eso. Lo del tiempo está obviamente contenido dentro de la palabra crónica: crónica viene de “cronos”, que era el tiempo entre los griegos; el cronómetro y todas esas cosas; la cronología. La idea de que una crónica es de algún modo una pintura de su tiempo está en el origen mismo. Creo que las buenas lo son; aquellas que, so pretexto de contar una situación, una historia, un personaje, te dan una especie de panorama de tu época. Kapuściński decía que las buenas crónicas tenían que ser como una gotita de agua, que uno mirara y en esa gotita se reflejaran e intersectaran una cantidad de cosas que hay alrededor. Es una definición que me sirve y me gusta. Cuando las crónicas son buenas no se agotan en la actualidad de lo que cuentan. Una noticia del periódico cuenta algo que hoy te interesa, pero la lees dentro de dos meses y ya no te interesa más nada. En cambio, una buena crónica se supone que se puede leer mucho tiempo después, porque sigue armando, mostrando o poniendo en escena un mundo, un espacio, una sociedad, una gente, una tradición humana.
—Tomás Eloy Martínez dijo que la crónica era el género central de la literatura argentina. ¿Te parece que sigue teniendo esa centralidad, no solo en Argentina?
—Tomás lo dijo muy generosamente en una crítica que publicó en Página 12 cuando publiqué Larga distancia, que fue mi primer libro de crónicas, en el año ‘92. Después le pedí permiso para usarla como prólogo a otras ediciones. En Argentina creo que se podría sostener, porque en el siglo XIX sin duda los mejores textos son crónicas. Facundo, de [Domingo Faustino] Sarmiento, es un texto increíble. El matadero, de Esteban Echeverría: sin ninguna duda. Una excursión a los indios ranqueles, de [Lucio V.] Mancilla... Fue una época en la que se escribieron muy buenas crónicas y muy poca buena ficción o buena poesía. En el siglo XX hay otras cosas: están Borges, Cortázar, pero también [Roberto] Arlt, que escribió muy buenas crónicas; Walsh y Tomás, que escribieron muy buenas crónicas. O sea, algunos de los escritores centrales del siglo XX argentino también son escritores de crónicas, pero ahí el terreno ya está más peleado con muy buenas obras en otros géneros. En el resto de América Latina es más complicado, habría que ir país por país. Hay algunas buenas crónicas, pero también grandes novelas y grandes poemas o poemarios, que de algún modo compiten con mucha facilidad. Y además, tampoco se trata de competencia. No vale la pena ponerse a pensar si tal género tiene más peso o menos peso, porque siempre será un poco subjetivo.
—Con frecuencia dices que el periodismo no se trata solo de contar, de narrar algo, sino también de pensar, cuestionar, analizar. ¿Te parece que actualmente hay poco análisis en el periodismo?
Durante mucho tiempo se supuso que una buena nota periodística, un buen reportaje, una buena crónica no tenía que incluir análisis, por este mito de la supuesta objetividad del periodista. Insisto en que es un mito, porque un periodista no puede ser objetivo, alguien que cuenta algo no puede ser objetivo, cada vez que uno cuenta está poniendo en juego su subjetividad para decidir qué cuenta, cómo cuenta, qué es lo que le importa y qué es lo que no importa. No porque trate de engañar a nadie. Se ha hecho una especie de amalgama entre subjetividad y falsificación, objetividad y verdad. Y no es en absoluto así; es simplemente una cuestión estructural. Cuando tú cuentas algo, es tu subjetividad la que te dice qué es lo que vale la pena de contar. Si tú tienes X minutos de grabación, y si no quieres intervenir en nada y te dicen “estos 45 minutos son demasiado, necesito 15”, bueno, vas a tener que trabajar tu subjetividad para cortar los 15 minutos que te parecen más interesantes, que te parece que al espectador le van a llamar más la atención, lo van a hacer reflexionar mejor, o lo que sea. Y eso es puramente subjetivo, en algo que supuestamente es recontraobjetivo.
Entonces, incluso en lo que parece más neutro, más objetivo, hay subjetividad. Pero existe la idea de que el periodismo no tiene que incluir ninguna subjetividad, por lo tanto, tiene que excluir muchas veces cualquier forma de análisis, porque el análisis es el periodista metiéndose a opinar. Yo creo que uno opina siempre: cuando decide qué vale la pena de ser contado, cómo lo cuenta, a quién y cómo le hace preguntas; todo el tiempo estás opinando. Analizar no es más que poner en evidencia y ser honesto con respecto al hecho de que estás opinando. Mucho peor es opinar sin decirlo y disimulando; en cambio, cuando uno agrega y explicita sus análisis está siendo más decente, más franco.
—En uno de tus libros recientes, El mundo entonces, analizas el presente a partir del recurso de una narradora del futuro. Si pudiéramos hablar de algo como “El periodismo mañana”, ¿cómo sería?
—No lo sé. Casi siempre estamos en un momento de transición y crisis y esto se va resolviendo en direcciones absolutamente impensadas. Si hace 30 o 35 años tú me hubieras preguntado esto, yo jamás habría podido prever que esa noción básica del periodismo, que era el diario que sale a la mañana y resume todo lo del día anterior, iba a desaparecer. Y sin embargo, ha desaparecido. Cuando era chico, las noticias eran todo lo que había pasado hasta las nueve de la noche de ayer. Las leías a las ocho de la mañana y te enterabas de cómo estaba el mundo, de cómo había estado. Ahora es un continuo: te vas enterando todo el tiempo a medida que las cosas suceden. Parece una nimiedad, pero es un cambio enorme en la forma en que percibimos el mundo. Hace 30 años no lo habríamos podido imaginar; nadie lo imaginó. Por ahora, lo curioso es que se han difundido todas las técnicas y todas las herramientas que habrían permitido algo parecido a lo que solía llamarse el periodismo ciudadano, descentralizado, donde muchas más personas, incluidas las que no son periodistas, aportaran información, datos, historias, etcétera. Eso no sucedió. Cuando sucede, sucede mal: mienten, falsean, lo cual es un dato raro, porque creo que hace 20 años estábamos pensando que los periodistas íbamos a ser innecesarios muy rápido. Ahora la amenaza que podría hacer que los periodistas empezáramos a ser innecesarios es el tema de la inteligencia artificial, que, efectivamente, se está usando para ciertas cosas en periodismo, pero muy bobas: dar los resultados de la primera y segunda división, la fecha de ayer de fútbol, lo que puede hacer una máquina sin ningún problema. Pero para analizar el partido y que el relato tenga alguna gracia, bueno, todavía lo sabemos hacer algunos y otros no.
Por ahora, al periodismo le quedan dos armas básicas que todavía le son propias y que otras máquinas u otros profesionales no pueden hacerlas tan bien. Una es narrar: se supone que nosotros sabemos narrar y sabemos poner las cosas en contexto. Venimos trabajando sobre cada tema y, cuando pasa tal cosa, podemos contar qué significa eso dentro de una sucesión de hechos o de un contexto, podemos contarlo de una manera que sea más interesante, que valga la pena. Las tres líneas en Twitter sobre la muerte de fulano ya van a haber salido, pero se necesita que alguien te explique por qué importa la muerte de fulano, qué contexto se produce. Y de la misma manera, la otra cosa que podemos hacer mejor es analizar. Porque, bueno, nos especializamos en ciertas cuestiones, tenemos más información, trabajamos en eso, ¿no? No porque seamos ni más astutos, ni más nada, sino porque nos dedicamos a reunir información sobre ciertas cosas y, bueno, podemos analizar lo que sucede de una manera interesante, más atractiva. Creo que esas son dos cosas en las que, por ahora, no pueden reemplazarnos: en contar y en analizar. Seguramente, dentro de 30 años habrá unos aparatos extraordinarios que hagan las dos cosas y habrá algún viejo periodista diciendo: ‘Sin embargo, no nos pueden reemplazar…’ Pero eso, por suerte, no lo voy a ver.
—Ahorita mencioné a la narradora del futuro que utilizaste en El mundo entonces. Este tipo de estrategias o juegos narrativos son frecuentes en tu obra. En Ñamérica, en la crónica sobre la Ciudad de México, un tal “Juanvilloro” te dice que vayas a ciertos lugares sin explicar por qué y tú vas a descubrir ese porqué. A veces se cree que la innovación es la inteligencia artificial, ¿pero narrativamente qué sería la innovación? ¿Hace falta innovar con este tipo de cosas?
—Hay muchísimas cosas que se pueden hacer. En síntesis, sabemos que eso que llamamos nuevo periodismo, o como quiera que sea, es algo que empezó en los años 50 y 60, curiosamente primero en América Latina, con Rodolfo Walsh y con Gabriel García Márquez y alguna gente así. Poco después, de forma autónoma, para nada que lo hayan copiado, empezó en Estados Unidos con Capote, con Mailer, etc. Y lo que ellos hicieron fue apropiarse de ciertas formas literarias para contar la realidad. Y se apropiaron básicamente de la novela social, la novela negra americana de los años 40, 30. Ése fue un poco el formato, el modelo que usaron, y fue un gran salto la idea de usar formas de la ficción para contar la realidad. Pero lo que yo vengo diciendo hace mucho tiempo es que parece que nos quedamos con el resultado de aquel procedimiento y seguimos, en muchos casos, contando con esas formas que cristalizaron García Márquez o Walsh o Mailer. Lo que vale la pena es recuperar el procedimiento, no el resultado. O sea: seguir buscando en la literatura qué formas nos permiten contar la realidad. La literatura está llena de formas posibles.
Pronto voy a sacar un librito, en marzo –creo–, que es una dizque biografía de José Hernández, el gran autor poético argentino del siglo XIX, autor de Martín Fierro. Quería escribir esa biografía, pero no tenía muchas ganas de escribir una novela o ensayo, y lo que hice fue decidir que lo contara Martín Fierro en la forma en que José Hernández contó a Martín Fierro: en estrofas de seis versos, con una rima así y asá, todo escrito en verso. El año pasado, cuando me dieron un premio Ortega y Gasset, lo agradecí en verso. Son boludeces, pero por lo menos cambian un poco la forma en que se dicen las cosas. Estos son dos ejemplos, pero yo me paso buena parte del tiempo tratando de pensar de qué otras maneras se pueden contar las cosas. Está lleno de posibilidades. Da mucha lástima dejarlas de lado, ¿no? No usarlas.
—¿Cómo surge esta relación con la poesía, con escribir en verso?
—Leía o escuchaba poesía desde muy chiquito. De hecho, lo primero que escribí fueron poemas para presentar en la escuela. Me gustaba subirme al escenario y descubrí que la manera de que me permitieran hacerlo era escribir poemas: poemas a la madre, poemas a San Martín, poemas ridículos; tenía 7 u 8 años, en la escuela primaria. Seguí escribiendo y leyendo poesía y creo que si algo saqué de eso es cierto oído para la música de las palabras. Cada idioma tiene una música propia, un ritmo propio y si uno trata de seguir ese ritmo, le suena de una manera totalmente diferente. El ejemplo más obvio es el principio de Cien años de soledad: “Mu-chos a-ños des-pués”, son siete sílabas [en el conteo métrico, si la palabra final del verso es aguda, se suma una sílaba], “fren-te al pe-lo-tón de fu-si-la-mien-to, el co-ro-nel au-re-lia-no buen-dí-a”... O sea, la primera son siete, que es la primera parte de un endecasílabo, y después vienen tres o cuatro endecasílabos seguidos; los endecasílabos son versos de 11 sílabas, que es una de las unidades básicas del castellano. Después están los octosílabos, que son la poesía más popular, con la que se hacen canciones y romanceros y cosas por el estilo; y después los alejandrinos, que son 14: dos veces 7. Hay distintas medidas que, muchas veces, quienes tienen oído para eso, las usan disimuladas en la prosa. El principio de Cien años de soledad no está escrito en verso, pero está escrito en verso, solo que está todo seguido y ahí es donde la música aparece. Hay muchos escritores que no usan ese recurso o no tienen esa sensibilidad para oír el ritmo de las palabras. Hay muchos que lo hacen y escriben muy bien pese a eso, pero yo creo que es un gran recurso que a mí me gusta mucho usar. Cuento sílabas todo el tiempo cuando escribo. A veces reemplazo una palabra porque me parece que le sobra una sílaba a la frase, y a veces, ya más brutalmente, dentro de algún libro, meto fragmentos que podríamos llamar poema o algo por el estilo. La palabra poema me da mucho respeto y mucha vergüenza.

—En Lacrónica destacaste cuatro libros que te influenciaron en tus comienzos: Lugar común la muerte (Tomás Eloy Martínez), Operación Masacre (Rodolfo Walsh), Música para camaleones (Truman Capote) e Inventario de otoño (Manuel Vicent). ¿Qué otro agregarías?
—Relato de un náufrago, que junto con Operación Masacre son como los que inauguran esa forma de escribir no ficción en América Latina. Lo leí con mucho placer y un pico de preocupación, tenía once o doce años cuando lo leí en un barco, que no es el lugar para leer ese libro. Era un barco breve, toda la noche cruzando de Montevideo a Buenos Aires. Aun así, hubo momentos en que estuve un poco nervioso leyendo el naufragio. Pero bueno, no le voy a guardar rencor por eso.
—Háblame de dos grandes maestros tuyos: Walsh y Martínez…
Lo de Rodolfo Walsh, sobre todo con Operación Masacre, es muy impresionante. Tenía mucho, mucho respeto porque había sido mi primer jefe y había leído sus libros con mucho entusiasmo cuando tenía 13, 14 años. [Leí] Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo?, Irlandeses detrás de un gato, que es un libro de cuentos. Y durante muchos años no quise releer Operación Masacre, me daba miedo que ya no me gustara tanto. A veces miraba un poquito, pero no, tenía miedo. Y hace unos pocos años, una sección de Médicos sin Fronteras de Valencia me invitó a una charla sobre Operación Masacre. Probablemente le hubiera dicho que no, pero me daba como cosa no ir a hablar, primero, para gente de Médicos sin Fronteras, con los que he trabajado bastante; y por otro lado, sobre Rodolfo Walsh. El problema era que iba a tener que releer el libro. “¿Qué puede pasar acá?” Y lo releí y me pareció extraordinario, mucho mejor aún que lo que recordaba. Esa manera de usar el género negro para contar una historia real y de ir introduciéndose a sí mismo como narrador con todas sus dudas, con todas sus complicaciones. Es algo de lo que hemos abrevado en los sesenta y pico de años siguientes. ¿Y sabes que somos contemporáneos, Operación Masacre y yo? Fuimos ‘publicados’ más o menos al mismo tiempo. Estoy muy orgulloso de tener su misma edad. Durante todos estos años hemos ido copiándolo, usándolo, abrevándonos en ese libro de una manera extraordinaria.
Tomas Eloy me lleva más de veinte; empezó a publicar en serio en la segunda mitad de los años sesenta. Descubrí, muy tarde, cuánto me había influido Tomás; después nos hicimos muy amigos, pero en esa época, cuando tenía 10, 11, 12 años, leía todas las semanas una revista que había en Argentina, Primera Plana. Era una revista, un semanario de información como lo que en sus buenos tiempos pudo haber sido Semana o lo que trata de ser Cambio en Colombia, ese tipo de semanario que ahora en muchos lugares ha desaparecido. Este era muy austero, o sea, no tenía ni aperturas de página. De pronto una nota terminaba en medio de la tercera columna de una página que tenía cuatro y la nota siguiente empezaba justo ahí, abajo, en la tercera columna, tercio inferior, digamos. No hacían la menor concesión ni al diseño ni nada. Era muy buen texto y mucho, y yo lo leía fascinado. Treinta y dos años después, Tomás me contó que él y su co-jefe de redacción, que se llamaba Ramiro de Casasbellas, reescribían toda la revista. Cada número de la revista lo reescribían. Ahí me di cuenta de cuánto me había influido la escritura de Tomás, sin saber que era la suya. Simplemente eran artículos que no estaban firmados. Pero como nadie va poder leer la colección de Primera plana a estas alturas, lo que les recomiendo, si quieren leer la prosa de no ficción de Tomás Eloy Martínez, es Lugar común la muerte, que me parece un libro de grandes, grandes crónicas.
—Precisamente, en tu texto sobre Tomás Eloy Martínez dices que lo más difícil de alcanzar, y que para ti él alcanzó, es “un estilo –una música, ritmos, una textura de la prosa”. ¿Crees haber alcanzado algo parecido?
—Queda feo decirlo, pero creo que sí. Trabajé mucho para eso y trabajar mucho para eso, como he dicho muchas veces, consiste en copiar todo lo posible las cosas que te gustan e ir incorporándolas. A fuerza de ir copiando distintas cosas y amalgamando esas cosas que vas copiando, quizás, un día, si tienes suerte y si todo va bien, te sale algo que puedes empezar a creer que es tu propia manera de escribir. A veces hasta me cabrea mi estilo: uso los dos puntos demasiado. Entonces digo: ‘Basta, no pongas más dos puntos, dejate de joder’, y me resulta difícil, porque me parece muy a menudo la mejor manera de encadenar una frase. Pero, bueno, yo no sé si tengo un estilo, pero tengo unos amaneramientos, unos manierismos que repito y me molestan, eso sí.
—Ya mencionaste El relato de un náufrago, de García Márquez. ¿Qué más puedes decir sobre él, de su influencia?
—Ayer estaba viendo La casa alemana, una serie medio hablada en alemán y medio hablada en polaco sobre los juicios de Auschwitz, en los años 60, es decir, veinte años después del final de Auschwitz. Una serie bastante bien hecha. Me impresionó que cada episodio empezaba con una breve cita de Garcia Márquez. Che, carajo, ¡está en todas partes! Eran muy buenas citas sobre la memoria, muy breves y concentradas, y me impresionó una vez más el espacio que consigue ocupar su obra, sobre todo en el mundo contemporáneo. Hay algunos de sus textos que me gustan más que otros. Yo no soy particularmente fan de lo mágico, digamos; esa no es la parte que más me entusiasma. Pero, como decía hace un rato, me parece un narrador fantástico, con una música extraordinaria, y tiene varios libros que están espléndidos. Me gustan otros más que Cien años de soledad. Me gustan más Relato de un náufrago, El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada.
Y luego, lo que realmente respeto muchísimo de su figura, más personal, es que siendo un tipo que tenía todo lo que podía querer, seguía tratando de encontrar maneras de ayudar a otros, de participar en la cosa pública, de participar en los grandes debates y en las pequeñas soluciones. Esta Fundación es la prueba más clara de todo eso, ¿no? Digo, ¿por qué un tipo que ya tenía sus años y que tenía todo el lugar que podía soñar un escritor se mete en este quilombo de tratar de organizarnos en encuentros de periodistas muertos de hambre para tanto, en Cartagena o donde sea? Es muy meritorio que tuviera ganas de hacer su contribución y pensar que podía ayudar a que las cosas fueran un poco mejor, en este caso en el periodismo. Y me cuesta decirlo porque suena ‘lambón’, como dicen en Colombia, pero con mucho éxito. Siempre digo: solo pertenezco a dos instituciones en la vida, una es el Club Atlético Boca Juniors, del que soy socio desde hace muchísimos años, y otra es la Fundación, que muchas veces la sigo llamando FNPI, Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, que es como se llamaba cuando la conocí. Pero bueno: Fundacion Gabo. Hizo un trabajo del carajo, quiero decir.
Y lo que hizo en general fue crear una red de periodismo y periodistas en América Latina que antes indudablemente no existía. Es decir, ayudó a mucha gente a hacer un poco mejor su trabajo y eso está muy bien, pero sobre todo creó esa red, que armó la idea de que existía un periodismo latinoamericano. Tan simple como eso: creó el concepto, que antes no lo teníamos tan claro, de que existe un periodismo latinoamericano. Y ahora nos conocemos, nos referimos los unos a los otros, discutimos, nos ayudamos, etcétera.
A mí, que había vivido mucho fuera de América Latina, de algún modo me convenció de que América Latina existía. Yo no tenía mucho contacto con gente de Perú, de Colombia, de Venezuela, de Ecuador, de México incluso. Yo había vivido en la Argentina, de la Argentina me había tenido que ir a Francia, de ahí había estado en España unos años, después había vuelto a la Argentina. La Argentina mira mucho más para el lado de Europa que para cualquier otra parte. Entonces, simplemente no conocía a latinoamericanos; no por nada, pero no formaba parte del mundo. Y empezó a formar parte de mi mundo gracias a la Fundación. Empecé a trabajar con la Fundación el año ‘99 o 2000, por ahí.
Siempre me acuerdo de una situación muy boba, que fue en el primer taller que yo hice, un taller raro de televisión. Se llamaba Televisión de Campaña, en Bogotá, en la Universidad Javeriana. Jaime Abello y Ricardo Corredor me pidieron que hiciera algo de televisión. Para mí no era la cosa principal, pero hacía televisión de vez en cuando. La tontería que estaba recordando es que la primera noche que nos fuimos a cenar éramos 10 o 12 del taller. Todos empezaron a hablar de una cosa que yo no sabía qué era: El Chavo del 8. No lo había visto porque cuando El Chavo del 8 fue famoso yo no estaba en América Latina, era mayor, etcétera. Todos hablaban de eso y todos tenían referencias con eso, una cultura común que yo no conocía, aunque no fuera más que El Chavo del 8, pero seguro que tantas otras cosas. Y este fue como un momento tonto en que dije: “Quiero saber más sobre qué es esto de América Latina”. A partir de ahí empecé a viajar mucho por América Latina, a enterarme mucho más, pero eso también se lo debo absolutamente a la Fundación.
—Y has seguido haciendo talleres, entre esos uno muy querido que es el Taller de libros periodísticos…
—Es un taller anual que venimos haciendo hace diez años, pero el año de la pandemia no lo pudimos hacer. Lo empezamos en Oaxaca, México, con la Feria del Libro de Oaxaca. Y hace varios lo hacemos aquí en Madrid, con la Feria del Libro. Es un taller que a mí me da mucho placer hacer. Consiste básicamente en que gente que está escribiendo un libro, que ya lo tiene más o menos avanzado, tiene que mandar una descripción de la estructura y unas 5.000 palabras más o menos del texto, para ver cómo escribe. Esa es su postulación. Este año, por ejemplo, recibimos entre 80 y 90 postulaciones, elegimos 8 entre ellas, y cada uno de esos 8 viene al taller, que dura una semana. Cada uno lee los trabajos de los demás. Cada media jornada, o sea cada mañana o cada tarde, la dedicamos a uno de los trabajos, a uno de los autores. Cada uno o cada una viene y dice “estoy haciendo tal cosa”, “no sé si contarlo de forma fragmentaria o en orden cronológico”, “no sé cómo poner este personaje”. Durante un rato largo, todos discutimos qué soluciones hay para esos problemas. Es algo raro, porque, en general, escribir libros es una actividad tan solitaria. Poder compartirla durante una semana con otras ocho personas que están haciendo lo mismo es muy enriquecedor, creo yo, para los participantes. Y por otro lado, es una situación de generosidad muy grande, porque cada vez que se discute el proyecto de uno de ellos, habemos ocho que estamos tratando de mejorar el proyecto de otro. Es pura generosidad, puro “te ayudo todo lo que puedo, yo acá no gano nada; al contrario, capaz te sacas un libro mejor y vendés mucho más que yo”.
—¿El taller y tu papel como jurado del Premio Gabo te han permitido formar una idea del panorama periodístico en Iberoamérica?
—Sin ninguna duda. Algo que tendría que haber comentado recién fue que los talleres anteriores al taller del libro, entre 2000 y 2010, lo que me permitieron, lo que me obligaron fue a sistematizar un poco la idea sobre mi práctica. Uno hace cosas, pero no necesariamente se pone a pensar cómo y por qué las hace. Ahora, el tener que hacer un taller y contarles a diez o quince personas qué es lo que uno está haciendo, te obliga a pensar sobre eso. Y yo creo que un libro como Lacrónica, por ejemplo, donde trato de contar cómo trabajo, sería imposible si no hubiera tenido que hacer esos talleres de la Fundación entre el 2000 y el 2010. En ese sentido, para mí, esos talleres fueron muy, muy útiles.
Ser jurado me sirve mucho para hacerme una idea de cómo están las cosas. En el periodismo latinoamericano, en el periodismo actual, se supone que buena parte de lo mejor que se hace se presenta al premio [Gabo], que es un premio de prestigio, bien remunerado, que casi nadie desdeña. Se supone que ahí uno tiene la oportunidad de ver cuales son las cosas que se están haciendo del periodismo de la región. El año pasado fui jurado de [la categoría] Imagen. Había muchas cosas interesantes, pero había un trabajo de un colectivo limeño, peruano, sobre esas matanzas en Ayacucho. Habían trabajado con herramientas absolutamente accesibles para todos, con mapas, Google, material con audios de la policía, materiales filmados de cámaras de la calle o de otros sitios de noticieros. Habían trabajado con aquello que todos tenemos a disposición y habían conseguido con eso y con una simplicidad extraordinaria quién había matado a quién durante toda esa jornada espantosa. Era un gran trabajo, porque tenía esas dos características al mismo tiempo: utilizar todas las herramientas contemporáneas, pero no utilizarlas para decir “ah, miren qué moderno que soy”, sino para hacer el mejor periodismo y averiguar cosas que valen la pena de ser averiguadas. Aprendí viendo eso.
Y ya entre paréntesis: las entregas de premios me sirven para darme cuenta de una verdad de perogrullo. Otro de los grandes cambios del periodismo en América Latina últimamente y en muchos otros lugares es que aquello que era una profesión totalmente solitaria, se ha vuelto muy grupal, muy colectiva. Los mejores trabajos son colectivos. Yo siempre digo que antes, en las entregas de los Premios Gabo, el locutor y la locutora decían “y el ganador es fulano de tal”, y subía fulano de tal, aplaudíamos. Ahora dicen “el trabajo ganador es tal” y suben 25 personas; me da miedo que se caiga el escenario. Y eso está muy bien: es un dato muy fuerte sobre cómo ha cambiado la profesión, sobre cómo con las distintas técnicas que se usan para los reportajes se necesita gente que las maneje, cómo se puede coordinar el trabajo de gente que vive en lugares distintos.
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